El escritor británico Daniel Defoe (1660-1731) es mucho más recordado hoy en día por el clásico Robinson Crusoe o por la varias veces llevada al cine Moll Flanders, que por su bastante olvidado Diario del año de la peste (1722). Sin embargo, algo hay en ese libro que ha fascinado e influido a escritores tan importantes como Albert Camus o Gabriel García Márquez. Y es que, en mi opinión, Defoe estaba inventando sin saberlo un nuevo subgénero de novela, la novela-reportaje que popularizaría dos siglos y medio después Truman Capote con A sangre fría. ¿Por qué digo esto? Pues porque en la novela Defoe lleva a cabo una recreación minuciosa de la peste que asoló Londres en 1665 y que causó unos terribles estragos.
El narrador cuenta su terrible experiencia como habitante de esa ciudad y no sólo describe todo lo que vio en esos meses, sino que además nos aporta numerosísimos datos, recuentos y estadísticas oficiales de la evolución de la peste en ese desgraciado periodo. De su mano nos sumergimos en el corazón de la plaga, con él recorremos las calles de Londres atestadas de cadáveres y asistimos a las reacciones de los supervivientes, el miedo, la angustia, la desolación…
Al llegarnos todos estos datos narrados en primera persona por un testigo directo que no escatima en detalles y que nos sumerge en una avalancha de datos irrefutables tenemos la sensación de que más que una novela estamos leyendo un reportaje periodístico. ¿Dónde está la trampa entonces? Pues en que si se han fijado en las fechas que hemos ido, dando la novela es más de cincuenta años posterior a la peste y, lo que es más, el propio Defoe era un niño de apenas cinco años cuando aquella tuvo lugar. Por lo tanto, el relato, presentado en forma de testimonio directo, no lo es en absoluto, es una evocación realizada a partir de testimonios de segunda mano. Pero la maestría narrativa de Defoe hace que nosotros, inocentes lectores, piquemos el anzuelo, y cuando uno termina el libro tiene la sensación de haber escapado, junto con el narrador, de la muerte que parecía tenernos acorralados.
Daniel Defoe