Los que sigan habitualmente esta sección se habrán dado cuenta ya de que no soy yo mucho de poesía precisamente. Pero es que hay escritores a los que hay que leer no solamente por el placer estético de su literatura, sino por lo mucho que nos enseñan sobre su época, su país y sobre la naturaleza humana en general. Y en ese sentido hay pocos como don Francisco de Quevedo.

Ya sólo por su magnífico dominio de la lengua española que le permitía hacer los juegos lingüísticos más impresionantes como el del “Soneto difícil”:

Es el amor, según abrasa, brasa;
es nieve a veces puro hielo, hielo;
es a quien yo pedir consuelo suelo,
y saco poco de su escasa casa.

merece la pena leer o releer la poesía de Quevedo. Si a eso le sumamos su apabullante facilidad para la poesía (vamos, que a Quevedo los versos se le caían de los bolsillos…) y su enorme sentido del humor ya tenemos un poeta superlativo. Pero es sobre todo su condición de paradigma del hombre del Barroco, lleno de contrastes y de contradicciones que se ven perfectamente reflejados en su poesía lo que da a ésta un carácter único. Así Quevedo es capaz de mostrarse como el más recalcitrante de los misóginos en poemas como los dos dedicados al mito de Apolo y Dafne, y de ser considerado también justamente como uno de los más altos poetas amatorios de la literatura española gracias a maravillas como “Amor constante más allá de la muertes”, con sus recordados últimos dos versos:

 Serán ceniza, mas tendrá sentido;
 Polvo serán, mas polvo enamorado. 

Es capaz de captar a la perfección la más profunda angustia respecto a temas metafísicos como el paso del tiempo o la muerte en toda una serie de magníficos sonetos como aquel que dice:

 Ayer se fue, mañana no ha llegado; 
hoy se está yendo sin parar un punto: 
soy un fue, y un será, y un es cansado. 

Y acto seguido es capaz de hacernos reír a carcajadas con poemas tan divertidos y recordados como el que dedicó a Góngora, “A un hombre de gran nariz” o el que dirigió al mosquito de la trompetilla y que comienza así:

Ministril de las ronchas y picadas,
mosquito postillón, mosca barbero,
hecho me tienes el testuz harnero,
y deshecha la cara a manotadas.

Es capaz de reflejar los pensamientos más elevados como en su famoso “Salmo XVII” que comienza diciendo aquello de Miré los muros de la patria mía, y acto seguido nos sorprende con la atracción que siente por el mundo del hampa y los bajos fondos de su época y cuyo lenguaje “de germanías” supo captar a la perfección con sus jácaras, como la recordada “Carta de Escarramán a la Méndez”.

Pero si hay un poema de Quevedo que me parece que condensa a la perfección lo que es Quevedo como poeta es su famosa letrilla “Poderoso caballero es Don Dinero”, donde se dan la mano un cauce poético popular, como es una letrilla, con una facilidad versificadora brutal, hasta el punto de haberse convertido ese verso en un dicho popular que ha llegado hasta la actualidad, con una admirable capacidad de condensar en esa letrilla un tema tan universal y a la vez tan español como es el poder del dinero. De manera que en los apenas 48 versos del poema está perfectamente explicado por qué el imperio más grande y poderoso que ha existido en la historia acabó degenerando en lo que es hoy España…

Francisco de Quevedo