El rayo que no cesa (1936) está considerada por la crítica como la obra más acabada del gran poeta de Orihuela, Miguel Hernández (1910-1942), al que el mito del poeta pastor de escasa cultura no le ha hecho nunca ningún favor en cuanto a su justa valoración, pues nada más lejos de la realidad siendo Hernández en realidad un poeta de una amplia cultura.
Precisamente este poemario representa muy bien lo que es su autor, pues en él se puede apreciar la maravillosa mezcla entre poesía culta y popular que define su estilo. Así el libro está compuesto en su mayoría por sonetos, en los cuales Hernández demuestra una gran maestría técnica, pues hay mucha experimentación con la forma, como por ejemplo en el Soneto 9, que empieza:
Fuera menos penado si no fuera
nardo tu tez para mi vista, nardo,
cardo tu piel para mi tacto, cardo,
tuera tu voz para mi oído tuera.
Pero a su vez la expresión y la dicción en la mayoría de los poemas es de una aparente sencillez que los hace muy fáciles de leer, con un cierto resabio popular en su vocabulario que en muchas ocasiones recuerda un poco al Lorca del Romancero gitano o del Poema del cante jondo con esas menciones a la fragua, el martillo, la herrería y especialmente al toro, que es el símil más utilizado por Hernández a lo largo de la obra (le dedica hasta cinco composiciones), como por ejemplo el magnífico Soneto 23 que comienza “Como el toro he nacido para el luto”. De todas formas la poesía de Hernández está aún más vinculada a la tierra, a la agricultura, la ganadería y la pesca y toda su poesía está llena de referencias a la naranja y la granada, al cardo, a la siembra, al redil y al racimo, al barbecho y al hortelano, a la zarza, a la pezuña y al barro…
Mi poema favorito de la colección es el soneto 19, aquel que comienza “Yo sé que ver y oír a un triste enfada”, que me parece uno de los cantos más desgarradores que he leído nunca. Pero probablemente el libro será siempre recordado por la impresionante elegía a su amigo Ramón Sijé, que fue un añadido final que no estaba previsto y se debió a la repentina muerte de éste y que concluye con ese maravilloso último cuarteto:
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Miguel Hernández