Siempre he estado convencido de que el talento para narrar no es algo que se pueda aprender, sino que se nace con él, y que cuando los escritores llenan sus novelas de retórica ininteligible o de experimentación sin sentido están pensando sólo en ellos y olvidándose de los lectores. Por mucho que el Ulysses de James Joyce esté considerado la octava maravilla del mundo por los críticos literarios seguirá siendo siempre un truño aburridísimo, del mismo modo que por mucho que gran parte de la crítica se rasgue las vestiduras con cada nueva novela de Isabel Allende, todas, incluso las peores, resultan entretenidísimas. Y es que cada vez que leo algo de Isabel Allende me reafirmo en mi impresión de que esta mujer sería capaz de escribir sobre el onanismo del cangrejo de río y convertirlo en una historia apasionante…
Toda esta reflexión viene a cuento porque acabo de terminar la lectura de su penúltima novela, El cuaderno de Maya (2011), y me he quedado con la sensación de que esta mujer tiene que disfrutar una barbaridad preparando y escribiendo sus libros, y eso probablemente hace que su entusiasmo sea contagioso para sus lectores. Y es que, a priori, la temática de la obra no podía ser más ajena y menos atractiva para mí. Tal como se explica en la propia Wikipedia la idea de una novela de actualidad y con suspense se la dieron sus nietos, que le propusieron que escribiera algo "que nos interese a nosotros". En cambio, yo soy un profesor universitario de 35 años, que jamás he sentido la más mínima atracción ni por las drogas, ni por la delincuencia en general. No soy precisamente de los que siento esa atracción morbosa por los bajos ambientes, ni me gusta Callejeros… Sin embargo, esta historia la he disfrutado una barbaridad.
La novela de Allende cuenta la historia de Maya Vidal, una adolescente norteamericana, que es criada por su abuela chilena Nidia y su abuelo afroamericano, al que venera y al que llama su Popo. Es la propia Maya la que, desde su situación actual de exilio autoimpuesto en una isla remota de Chile llamada Chiloé, cuenta en retrospectiva su propia historia, y el cómo, sin darse mucha cuenta en muy poco tiempo realizó un terrible descenso al infierno del alcohol, las drogas, el narcotráfico, la violencia e incluso la prostitución. Pero en este nuevo destino al que llega, obligada por su abuela y en un intento de huir tanto de los narcotraficantes como del FBI, descubrirá una nueva vida de una sencillez maravillosa que jamás hubiera sospechado que pudiera existir, con personajes como Manuel Arias, el anciano amigo de su abuela que la acoge en su casa, o el Faking, el perro que desde el primer momento la adopta a su llegada a Chile…
Tengo que confesar que hubo una época (desde el 2002, cuando publicó La ciudad de las bestias hasta el 2005 cuando escribió El Zorro) en la que dejé de leer a Allende porque empezó a publicar libros que me parecían muy inferiores a todo lo que había hecho antes y que definitivamente yo no entendía a qué venían (luego he sabido que recibió presiones de su editorial para que escribiera literatura juvenil al estilo Harry Potter). Me ha costado volver a creer en ella y atreverme a leer alguna de sus últimas novelas, pero desde luego, sin son como ésta no tienen nada que desmerecer a las de su primera etapa. De hecho, lo mismo me estoy dejando llevar por la euforia del momento, pero no recordaba a una Allende tan en forma casi desde La casa de los espíritus, que ya es decir…
Isabel Allende